El orgullo político de la bondad contra el baile de la viuda negra
El espacio social de la política es un lugar de encuentro en el que los diversos intereses pueden llegar a acuerdos. Se trata de una encarnación del contrato social que nació para equilibrar los intereses privados y el bien colectivo. En esta dinámica se fundan la convivencia y la libertad.
Me levanto esta mañana con el deseo optimista e ingenuo de repetirme el abecé de la democracia porque me ha parecido una noticia importante el acuerdo social entre sindicatos y empresarios. Comprendiendo las demandas de una realidad difícil, se han dejado algunos de sus deseos particulares en el cajón para afianzar la respuesta unitaria que necesitamos. Quiero mostrar hoy mi especial agradecimiento a los representantes del mundo empresarial, porque en este ejercicio de cordura han sufrido las presiones de una parte del mundo político que prefiere el caos a la esperanza. Algo incomprensible: el acuerdo entre todos es un acto de solidaridad con cada uno de nosotros. Como se ha repetido, o salimos juntos de esta amenaza, o no salimos.
Si queremos que la democracia y los valores europeos sean un punto de referencia destacado, en medio del disparate evangélico de los púlpitos en red, resulta necesario que la política recuerde su orgullo y su bondad: el bien común. El mejor camino para conseguirlo es conectar con la realidad, con la historia de carne y hueso, con la vida de la gente. El ingreso mínimo vital es el símbolo de un Estado que no quiere que se quede atrás ninguno de sus ciudadanos. Organizar la política fiscal y las ayudas personales es el mejor modo de invertir en la realidad. Ni las familias que pierden sus empleos, ni las pequeñas y medianas empresas que deben suspender su actividad, pueden sentirse abandonadas en la miseria.
Creo que los hechos están demostrando esta lógica sencilla. Cuando la pandemia llegó a España, todo un aparato político y mediático se lanzó a buscar culpables. Más que comprender la realidad y facilitar soluciones, se prefirió crear escándalo, ridiculizar a las personas encargadas de protegernos y provocar divisiones en el Gobierno. Pero a día de hoy, después de tanta farsa, no creo equivocarme si pienso que puestos a elegir culpables, personajes desatinados, fanáticos fuera de lugar o vientos que soplan a tontas y locas, la mayoría del país tiene candidatos que están más en los círculos de la oposición que en los del Gobierno.
Protagonismo triste ha tenido la actuación nerviosa de los que volaron como buitres sobre los cadáveres españoles para sacar ganancias partidistas. También buscaron su momento los corruptos tradicionales que hicieron negocios con la privatización de la sanidad pública y aparecen ahora como defensores de médicos y enfermeros, o los que se han levantado como defensores de la libertad sin dejar de abrazarse con los representantes de los nuevos totalitarismos. Pero creo que no les va a salir la jugada. No es que tenga una gran ilusión de cambios en el mundo, pero mis convicciones se conforman con la esperanza de que el neoliberalismo desmentido no desemboque en fascismo y la pandemia nos fuerce a comprender que la libertad depende de la defensa pública de la salud, la educación, la ciencia, la cultura, el trabajo y el bien común.
Y, como digo, no hay mejor manera de combatir las falacias virtuales que la inversión en la realidad de carne y hueso, el respeto a la vida cotidiana. La política recupera su orgullo y su bondad cuando ofrece amparo a todos los que con la razón y el sentimiento creen en la justicia, los derechos humanos y la necesidad de crear marcos de acuerdo entre los intereses personales y el bien común. Ni viudas negras, ni estrategias carroñeras, ni evangelistas en red.